La moda de los árboles 'en suspensión' invade los espacios de ocio de ciudades y villas
Mantenemos una relación compleja con nuestro paisaje. No voy a hablar aquí de la ola de incendios que ha invadido este agosto Galicia, de la que algunos culpan al abandono del campo, otros a los paisanos pirómanos, otros a los propios que apagan, otros a los osados que prenden sin sentido, otros a la dispersión poblacional... En fin. Yo no tengo la respuesta. De lo que quisiera tratar es de cómo pienso que vemos, cada uno de nosotros, los gallegos, nuestro entorno.
Tenemos una relación, ya digo, muy rara con el paisaje. Poseemos un mundo natural inmenso y único, tan singular y abundante que, por saturación, parece que llegamos a faltarle al respeto. Es como ese paisano que le pega una patada al perro de la casa. Él lo quiere, lo alimenta, necesita de él... Pero lo trata con desprecio. No sé si me explico bien. Lo decía, de alguna manera, el ilustrado Padre Sarmiento ya en el siglo XVIII: "Os ollos se fartan con tanto recreo / de terra, de verde / de mar e de ceo".
La noticia me llamó la atención a mediados de este verano: en un colegio de Boqueixón, en la comarca de Santiago de Compostela, solicitaron la tala de 24 árboles de gran porte, ubicados delante de un centro educativo; al parecer suponían un peligro para el alumnado (caían ramas o piñas). No sé se seguirán ahora en pie o no. Ni quiero preguntarlo. ¿Y no habría otra alternativa que decidir su tala?
Los árboles son el corazón de nuestro paisaje. Una columna, un eje. Son tantos cientos de miles los que se alzan alrededor que, cuando desaparecen, siempre parece haber repuesto. Nuestro manto verde tiene una inédita capacidad de regenerarse, como esos lagartos a los que les cortas la cola y enseguida echan otra. Y debe de ser por esto el (mal)trato que le damos.
Otra moda terrible: los árboles en suspensión. Los vemos en el diseño de nuevos espacios urbanos "verdes": primero cortar el natural, luego coger una enorme maceta y clavar en ella un árbol. Juntar varias y situarlas en hilera frente a un centro comercial o paseo. Árboles de quita y ponen, sombras móviles. Una manera perversa de violentar la propia naturaleza del árbol.
Yo siempre recuerdo la anécdota del abuelo de José Saramago: el Nobel contaba que, poco antes de morir, su abuelo quiso abrazar, uno por uno, todos los árboles de su casa. De este gesto yo sí aprendí a abrazar, de vez en cuando, el perímetro de un árbol. Es cosa saludable para que la vean (y la practiquen) los niños. Quien abraza nunca daña.
Saludos
Rodrigo González Fernández
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