La reciente explosión de protestas indígenas en Latinoamérica que han culminado este año con la elección del indio Aymara, Evo Morales, como presidente de Bolivia, ha puesto de relieve la precaria posición de la elite blanca colonizadora que ha dominado el continente durante siglos. Aunque la expresión "colono blanco" es familiar en la historia de la mayoría de las colonias europeas, y tiene una connotación peyorativa, a los blancos de Latinoamérica (de la misma manera que a los de Estados Unidos) no se les suele calificar así y jamás se la aplican a sí mismos. No existe una palabra española o portuguesa que pueda traducir adecuadamente el término inglés.
A Latinoamérica se la ha diferenciado tradicionalmente del resto de las aventuras coloniales en otros lugares, debido a su larga experiencia de colonialismo desde el siglo XVI. Sin embargo no cabe duda de que forma parte de la historia del expansionismo de los colonizadores blancos procedentes de Europa en tiempos más recientes. Las elites de hoy son, en gran medida, los herederos de la cultura de los inmigrantes europeos, desarrollada durante los dos siglos transcurridos desde su independencia.
Las características de los imperios coloniales blancos de Europa de los siglos XIX y XX son bien conocidas. Los colonizadores expropiaron las tierras y expulsaron o exterminaron a la población autóctona; explotaron la mano de obra de los indígenas supervivientes para el cultivo de la tierra; se aseguraron un nivel de vida europeo y trataron a los indígenas restantes con enormes prejuicios, mediante leyes que les negaban derechos, como si fueran ciudadanos de segunda o tercera clase.
Latinoamérica comparte las características del "colonialismo de los colonos", una expresión evocadora utilizada en los debates sobre el Imperio británico. Junto con el Caribe y Estados Unidos, tiene otra característica que no se da en los demás lugares con colonias: el legado de un tipo de esclavos no autóctonos. Aunque la esclavitud quedó abolida en la mayor parte del mundo en los años 1830, su práctica siguió vigente en Latinoamérica (y en EE.UU.) durante varias décadas. Los colonos blancos fueron únicos en la opresión de dos grupos diferentes al apropiarse de las tierras de los pueblos autóctonos y de la fuerza de trabajo de los esclavos importados.
Un rasgo de todas las sociedades "colonialistas de colonos" ha sido el arraigado miedo racial y el odio de los colonizadores, siempre alarmados por la presencia de una infraclase de gentes expoliadas. Pero el odio racial de los colonos de Latinoamérica sólo ha constituido una parte mínima de nuestra interpretación habitual de la historia y de la sociedad de ese continente. Incluso los políticos e historiadores de izquierdas han preferido debatir sobre los problemas de clase en lugar de hacerlo sobre los de raza.
En Venezuela, las elecciones de diciembre darán otra victoria a Hugo Chávez, de ascendencia negra e india. La mayor parte del odio que le muestra la oposición está motivado, claramente, por el odio racial, algo similar a lo ocurrido en los años 1970 con Salvador Allende en Chile y con Juan Perón en Argentina. El imperdonable crimen de Allende, a los ojos de la elite colonial, fue movilizar a los rotos (N.T.: sic, en español en el texto original), nombre condescendiente y burlesco con el que se denominaba a las clases bajas chilenas. Los orígenes indígenas de los rotos quedaron claros en las manifestaciones políticas a favor de Allende. Vestidos con trajes indios, su afinidad con sus vecinos indígenas debería haber sido evidente. Lo mismo puede decirse de los cabezas negras (sic, en el texto original) que salieron a la calle para apoyar a Perón.
Este paralelismo no estudiado se ha hecho más evidente cuando las organizaciones indígenas han salido a la palestra, despertando los viejos temores de los blancos. Un portavoz de los colonizadores, el novelista peruano y, ahora, español, Mario Vargas Llosa, ha acusado a los movimientos indígenas de generar "desórdenes sociales y políticos", haciéndose eco de las lamentaciones de intelectuales racistas del siglo XIX como el coronel Domingo Sarmiento de Argentina, quien advertía de la necesidad de elegir entre "civilización y barbarie".
Tras la independencia, las elites coloniales de Latinoamérica estuvieron obsesionadas con todo lo europeo. Viajaban a Europa en búsqueda de modelos políticos, desconociendo sus propios países, salvo las ciudades principales, y excluyendo a la mayoría de la población de su proyecto de nación. Junto a la ideología liberal importada, llegaban las ideas racistas comunes entre los colonizadores en cualquier lugar del mundo colonial europeo. Este punto de vista racista tuvo como consecuencia la degradación, el no reconocimiento de la población negra y, en muchos países, el exterminio físico de los pueblos indígenas para ocupar su lugar con millones de nuevos colonos llegados desde Europa.
Sin embargo, durante un breve periodo, mientras tenían lugar las revueltas anti coloniales del siglo XIX, algunas voces radicales se unieron a la causa india. Una junta revolucionaria, establecida en Buenos Aires en 1810, declaró la igualdad entre indios y españoles. El pasado indio se celebró como un legado común de todos los americanos, y niños vestidos a la usanza indígena cantaron en festivales populares. Las armas fundidas en la ciudad fueron bautizadas con los nombres de Tupac Amaru y Mangoré, líderes famosos de la resistencia indígena. En Cuba, los primeros movimientos de independencia recuperaron la memoria de Hatuey, el caudillo del siglo XVI, y diseñaron una bandera con una mujer india vestida con una hoja de tabaco. Los partidarios de la independencia en Chile rememoraron a los rebeldes araucanos de los primeros siglos y utilizaron sus símbolos en sus banderas. La independencia de Brasil en 1822 se rodeó de manifestaciones parecidas, con la elite blanca celebrando a sus antecesores indios y proponiendo que el tupí, hablado por muchos indios, pudiera reemplazar al portugués como lengua oficial.
El programa integrador de los radicales quiso incorporar a la mayoría india a la sociedad colonial pero casi de inmediato esta línea de pensamiento progresista desapareció del panorama. Los líderes políticos que querían mostrarse amables con los pueblos indígenas fueron remplazados por quienes estaban ansiosos de participar en la campaña mundial para exterminar a los pueblos autóctonos. Los británicos ya estaban embarcados en ello en Australia y Sudáfrica, y los franceses se incorporaron a la tarea tras su invasión de Argelia en 1830.
Pronto se les unió Latinoamérica. La resuelta exterminación de los pueblos indígenas en el siglo XIX puede haberlo sido a mayor escala que los intentos llevados a cabo por españoles y portugueses en el primitivo periodo colonial. Entonces, millones de indios murieron por la falta de inmunidad frente a las enfermedades europeas, pero los primeros colonizadores necesitaban a los indios para cultivar la tierra y como mano de obra. No estaban en la misma situación económica que precisaba liberar tierras de los indios y que provocó las campañas de exterminio en otros continentes en la misma época. Los verdaderos holocaustos latinoamericanos tuvieron lugar en el siglo XIX.
Las matanzas de indios dejaron más territorio disponible a los colonizadores y, entre 1870 y 1914, cinco millones de europeos emigraron a Brasil y Argentina. En muchos países, el flujo de inmigrantes siguió hasta bien entrado el siglo XX, y sirvió de apoyo a la cultura hegemónica de los colonos blancos conservada hasta entonces.
Sin embargo el cambio ha llegado por fin a los programas. Los resultados de elecciones recientes se han considerado, con algo de verdad, como un cambio hacia la izquierda ya que algunos de los nuevos gobiernos han resucitado cuestiones progresistas de los años 1960. Contemplados con una perspectiva a largo plazo, no obstante, estos cambios parecen más un rechazo de la cultura colonial blanca en Latinoamérica y el renacimiento de aquella tradición integradora de hace dos siglos. Ahora es posible vislumbrar la perspectiva de una lucha renovada y el ajuste de cuentas final con el colonialismo.
*Este artículo se basa en la conferencia impartida en la tercera reunión anual de la Society for Latin American Sudies del pasado mes de octubre. Richard Gott es autor de Cuba: A New History (Yale University Press).