Miguel Molina Columnista, BBC Mundo |
No es nada nuevo. La leyenda asegura que a finales del siglo XIX el jefe indio Seattle se hacía las preguntas que uno podría hacerse ahora.
Era 1855, una época en la que uno aún podía preguntarse cómo puede alguien comprar el cielo o venderlo, o el calor de la tierra, y extrañarse ante una idea tan nueva porque nadie había sido dueño de la frescura del aire ni de los juegos que hace la luz en el agua.
Pero una cosa es la leyenda y otra la fría voz de los números sobre los cambios ambientales que ha sufrido el mundo desde entonces.
Ayer, hace tiempo
Ya está lejos el día de esta semana en que sir Nicholas Stern hizo lo que otros intentaron antes y anunció que había logrado calcular cuánto cuesta el daño que el ingenio y la industria del ser humano han causado al planeta.
Son millones y millones de millones de dólares. Una cifra tan grande que sólo se puede imaginar si uno piensa en la quinta parte del producto interno bruto del mundo, según el informe que comisionó el gobierno británico.
Literalmente es una suma que alcanza para salvar al mundo, aunque la salvación del mundo no sea cosa de dinero, y aunque haya muchos que todavía piensan que se trata de un problema principalmente económico.
Es tanto dinero que varios gobiernos, entre ellos o más que ninguno el británico, han expresado preocupación y anunciaron que piensan tomar medidas para evitar las desgracias que sin duda vendrán con el deterioro ecológico.
Las sequías y las inundaciones y otros fenómenos naturales cada vez más severos se deben a que la temperatura ha subido medio grado. Si el calentamiento agregara grado y medio más, entre 15 y 40 de cada 100 especies podrían desaparecer.
El nivel de las aguas subiría tanto que más de 200 millones de personas se verían obligadas a irse a vivir a zonas altas y secas, cada vez más secas. Habría hambre y muerte y enfermedad y escasez, hasta que alguien descubra algo o invente algo.
Donde van los que saben
Los estudiantes mexicanos en Cambridge me invitaron un día a conversar sobre lo que hacían en Inglaterra y esperaban hacer en su país.
Me hablaron de circuitos de rayos láser para computadora, de interruptores de intercambio en líneas ópticas de telefonía y ví cubetas de plástico indestructible.
Miré sin entender cabalmente sistemas de recuperación del aluminio y la pulpa de papel de envases Tetrapak, y me llevaron a recintos en los que sólo se podía entrar con ropa estéril.
Y me dijeron que no podían regresar a México porque no tenían perspectivas de hacer lo que saben hacer, y mucho menos de aprender más.
Algunos se fueron a Canadá, otros a Alemania, y casi todos a otra parte donde puedan investigar y experimentar.
Uno dirá que no importa
México no está solo. Ningún país de América Latina invierte mucho en la investigación y la experimentación científicas.
Un estudio reciente del diario londinense "Financial Times" revela que Brasil dedica poco más de US$500 millones a la actividad científica, que en este caso se reduce a la petrolera.
Las demás naciones latinoamericanas están ocupadas en atender lo urgente y no tienen tiempo para pensar en lo importante, y la inversión, extranjera o nacional se destina a promover empresas cuyos productos contribuyen a la contaminación ambiental de manera significativa.
Uno dirá que no importa. El mundo se va acabar de todas maneras, tarde o temprano, y los gobiernos no pueden perder el tiempo pensando en esas cosas, menos si no tienen científicos para pensar en ellas.
Todos los búfalos están muertos y los caballos salvajes están domados, y los rincones más secretos del bosque se llenaron de olores de muchos hombres.
FELICITACIONES A MIGEL MOLINA POR ESTE ARTÍCULO DE TANTA IMPORTANCIA PARA QUE LOS CHILENOS TOMEN CONCIENCIA DE LO QUE ESTA PASANDO EN EL MUNDO
SALUDOS
RODRIGO GONZALEZ FERNADEZ
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