Un nuevo fantasma recorre el mundo: el fantasma de los movimientos ciudadanos que, espontáneamente organizados frente a problemas específicos ("single issue", A. Giddens), buscan soluciones directas, esquivando los canales tradicionales de la democracia. Sin embargo, se trata de expresiones cuyos liderazgos coyunturales muestran visiones estratégicas tan distintas que, a poco andar, las diferencias de métodos no sólo desarticulan la acción, sino que su interlocución ante los poderes se hace ineficiente, confusa, y muchas veces, "más allá de todo lo posible". Infantilismo revolucionario lo llamó Lenin.
Una de las razones de este modo de interpelar a los poderes –que, por lo demás, no es nuevo, pues orgánicas sociales, territoriales, profesionales, sindicales, etc, existen desde hace siglos– es la profunda deslegitimación de los partidos políticos, los que, hasta hace unos 15 años, eran "correas transportadoras" privilegiadas entre ciudadanía y Estado. Se suponía de ellos una poderosa capacidad de elaboración teórica que contuviera una "ontología" o cierta concepción del ser de las cosas; una epistemología, o conciencia del cómo conocemos tal entidad; y una metodología, es decir, una manera de alcanzar los objetivos que el grupo consideraba lo mejor para la sociedad, conocimiento que, estructurado en un corpus consistente y coherente de ideas lógicamente ordenadas, daba respuesta a los diversos temas políticos, sociales, económicos y culturales humanos.
La lucha ideológica de buena parte del siglo XX entre capitalismo y socialismo fue el mejor momento para esa concepción de partido, pues la dialéctica de la polémica estimulaba la defensa estructural de las ideas y principios que sustentaban las diversas posiciones, aunque, por cierto, en una sociedad industrial (taylorista y/o stajanovista) que tendía a impulsar soluciones jerárquicas, verticales y obedientes. La caída del Muro de Berlín y posterior derrumbe de la ex Unión Soviética provocó un cambio de las doctrinas de izquierda circulantes, dejando a las posiciones liberales y de mercado casi sin competencia, lo que hizo que hasta Juan Pablo II advirtiera a los vencedores del riesgo de la soberbia.
Todo hace prever, empero, que las condiciones de administración de los nuevos partidos del siglo XXI ya no podrá ser jerárquica, ni vertical y ni siquiera obediente, como en la era industrial, sino como se organizan las redes sociales digitales: horizontal y libremente, con personas más exigentes, informadas y participativas, que piden respuestas rápidas, eficientes y convincentes para otorgar su fidelización a las ideas y emociones que el partido promueve.
Esas nuevas condiciones político-económicas y sociales, así como los avances incontenibles de las tecnologías digitales, facilitaron la expansión de los mercados que se globalizaron aceleradamente en menos de dos décadas (1990-2008). Las ideas de libertad, mercado y democracia se instalaron en casi todo el orbe, provocando significativas modificaciones en las posturas ideológicas de izquierda, centro izquierda y centro, quienes, sin necesariamente abandonar sus énfasis valóricos en la igualdad y fraternidad, asumieron el mercado y la democracia liberal con nueva intensidad. Sectores más radicales de izquierda, en tanto, mantuvieron en alto el estandarte del rechazo al mercado y la "democracia burguesa" como origen de toda desigualdad e injusticia, siguiendo a los pocos dirigentes que en América Latina, el Caribe, África y Asia habían mantenido su poder, así como a partidos de izquierda nacionalista en todo el mundo.
Por efecto de grandes mayorías, la lucha por el poder político se trasladó desde la lógica revolucionaria –asalto al Estado y transformación de las relaciones tradicionales al interior de la sociedad– hacia disputas electorales periódicas y una administración democrática del Estado de tipo evolutiva, lo que produjo una inevitable asociación entre política y empresas, un proceso que, por lo demás, es corolario obvio si se aceptan las ideas de mercado libre y democracia: es decir, si las empresas privadas son legítimas, entonces, apoyar su desarrollo desde el poder político es justo. Dicha relación, formulada primero paso a paso, entre compromisos, negociaciones y acuerdos paulatinos, terminó por mover a partidos y dirigentes, anteriormente antisistémicos, fuera del ámbito de la fiel representación de los sectores e intereses que expresaban, oligarquizando su gestión, mientras las nuevas tecnologías de la información y comunicaciones (TIC) hacían visible la connivencia para todos sus seguidores. Los traslados de cuadros desde el poder político al empresarial y viceversa, así como las denuncias sobre abusos y excesos de diversas empresas privadas en su relación con los consumidores, fueron cerrando el círculo, abriendo un espacio de diferencias entre izquierdas socialdemócratas e izquierdas tradicionales.
Pero hay más. Las ideas concomitantes de un Estado pequeño, que focalice la ayuda social en los más pobres de los pobres, que funcione eficientemente, con pocos impuestos y que entregue más libertad de opción a los ciudadanos, dejándolos usar la mayor parte de sus recursos en sus propios proyectos, contribuyó al rechazo de la idea de financiar con tributos la labor política, hecho que, por defecto, consolidó el vínculo político partidista y el poder económico. Con plata se compran huevos.
El advenimiento de las TIC, que posibilitó la información instantánea sobre cómo se conduce el poder y le entregó a los ciudadanos la capacidad de comunicar anomalías, corruptelas y negociados espurios vía redes sociales digitales, así como la de coordinar acciones con miles de otros, fue transformando la inquietud y malestar en irritación e indignación entre quienes no estaban gozando del progreso. La quiebra del sistema financiero mundial en 2008 produjo el resto: las inequidades, estafas y desigualdades quedaron expuestas a la vista de todos, en las pantallas en color de todo tipo (TV, computadores y smartphones).
La respuesta lógica a esta relación entre poderes políticos y económicos –y sus efectos en las inequidades develadas– han sido los "movimientos sociales", pues, al contrario de los partidos, se trata de una integración (muy ad hoc a la economía de mercado) sin compromisos, libre e inmediata a un poder visible, simple, constante y sonante. Y perdidas las confianzas en el intermediario tradicional, mejor es unir fuerzas a quienes "no han sido corrompidos por los poderes".
Así, en un escenario en el que se ve debilitada la presencia central, atemperadora, flexible, negociadora, estructural y compleja de los partidos políticos, pueden preverse nuevas esferas de desarrollo de lo social: por una parte, un proceso de redefinición de la democracia representativa, que en el ínterin tendrá más estallidos estudiantiles, de trabajadores, pequeños empresarios, agricultores, etnias y grupos de interés de diversa naturaleza, unos más belicosos que otros, junto a la conformación de los contramovimiento respectivos. Y con un ágora de discusión racional, como el Congreso, deslegitimada socialmente, y llevada la polémica a la calle, es previsible la reorganización cuasi "feudal" de los poderes, en clanes político-económicos de defensa de sus respectivos patrimonios. Como consecuencia, veremos una actividad económica y política desagregada, sin más norte que el interés táctico de grupos de presión organizados coyunturalmente, ni más estrategias nacionales que la de un Ejecutivo que, con la obligación de conducir el país hacia una meta, terminará su administración "equilibrando platos chinos", en medio de manifestaciones de todo tipo.
Este cuadro que pudiera parecer caótico, no se contrapone, empero, con una concepción de libertad y democracia: una de hombres libres que libremente se asocian o disocian siguiendo sus intereses, proyectos y sueños, en una competencia sin fin para la construcción de un futuro en el que cada cual es constructor de su propia felicidad, con la sola obligación de cumplir con las leyes que los rigen. En esta mirada, el Estado es económicamente subsidiario y sólo actúa como malla de seguridad para quienes pierden y aspiran a su recuperación y reinserción social activa. El mercado libre, por lo demás, opera así. Y si hemos de fijarnos en los hechos, izquierdas y derechas políticas ya han adoptado el nuevo paradigma: por doquier, con pocas excepciones, se observan "díscolos" y "rebeldes" que transforman las ideologías de antaño en mosaicos ajustados a sus especificas miradas del mundo, muchas veces tan dispersas como sus propios programas.
¿Reemplazarán los movimientos sociales a los partidos políticos? Esa es la segunda esfera de desarrollo, porque estos movimientos se agrupan habitualmente en torno a intereses inmediatos, de coyuntura. No hay en ellos –no puede haberlo– una racionalidad entrelazada con perspectivas estratégicas, porque cuando éstas emergen, el movimiento, como hemos visto, de triza en veinte orgánicas. Por eso, el proceso que estamos viviendo no importará grandes cambios, porque en su parcialidad, los movimientos ciudadanos no abarcan en toda su extensión los sueños sociales. Por eso, estos movimientos sólo seguirán siendo noticias de TV; algunos conseguirán parte de lo que exigen, otros, simplemente, nada. Es decir, los movimientos, por masivos que parezcan, no pueden reemplazar la conducción política, ni menos, derrumbar el modelo, porque el mercado y la libertad están fundados en profundas pulsiones humanas que, sólo "reeducadas", podrían ser agentes de un verdadero cambio sistémico. Las regulaciones o desregulaciones normativas que resulten de los movimientos presentes, más bien impulsarán perfeccionamientos de las rigideces y "crueldades" del mercado, haciéndolo más aceptable para las mayorías. Tal vez entonces reviva el interés ciudadano por las estrategias políticas y en participar como generador de aquellas, a través de los partidos.
Mientras tanto, las colectividades, en su vieja concepción, vivirán sus propias travesías por el desierto, oligarquizadas, encerradas en sí mismas, negociando poder con otros poderes, para seguir avanzando en sus objetivos. Las elecciones seguirán siendo un momento para volver a conquistar voluntades que ayuden a la reproducción de su poder, aunque dada la competencia de los movimientos ciudadanos, también para la indelegable tarea de conducir la sociedad "desde sus bases", atrayendo más fieles hacia las respectivas "buenas nuevas", sea mediante más poder duro o bien con más ideas y sueños. Todo hace prever, empero, que las condiciones de administración de los nuevos partidos del siglo XXI ya no podrá ser jerárquica, ni vertical y ni siquiera obediente, como en la era industrial, sino como se organizan las redes sociales digitales: horizontal y libremente, con personas más exigentes, informadas y participativas, que piden respuestas rápidas, eficientes y convincentes para otorgar su fidelización a las ideas y emociones que el partido promueve.
De otro modo, los próximos gobiernos –quien quiera sea que los administre– vivirán las mismas miles de manifestaciones y asonadas que ha enfrentado el del Presidente Piñera y cuya explicación está tanto en partidos y empresas deslegitimados y la mayor transparencia que ofrecen las TIC, como, paradojalmente, en la enorme vitalidad de nuestra democracia, sus libertades y el mercado, el que, en todo caso, para llegar a ser legítimo mayoritariamente, requiere de nutrir a todos sus agentes con más equidad y fraternidad y de elites dirigentes que observen mayor cuidado de las formas, prudencia, gravidez, pudor y sobre todo, decencia.